sábado, 28 de octubre de 2023

Hna. Laura Elsa AbudYáñez, a 33 años de ser incorporada a la Academia Chilena de la Lengua, octubre de 1990


Haciendo memoria de este momento tan importante en la vida de nuestra hermana Laura Elsa, en la vida de la Congregación y, principalmente, de la gente de Letras del querido Norte Grande chileno, reproducimos un artículo de su querido amigo, Osvaldo Maya Cortés que, fiel a su maestra, encuentra razones para hacernos recuperar la literatura nortina. 



TRANSFIGURAR LA SOLEDAD EN HALLAZGO POÉTICO

“El niño que fui no vio el paisaje tal como el adulto

en que se convirtió estaría tentado de imaginarlo

desde su altura de hombre.”

José Saramago.

Realidad e irrealidad: problemática literaria.

La literatura del Norte de Chile y su proceso de creación artística ha merecido elogiosas y pertinentes evaluaciones de mujeres y hombres de letras: Salvador Reyes, Mario Bahamonde, Andrés Sabella, Mauricio Ostria, Sergio Gaytán y, entre las damas, Hermana Laura Elsa Abud Yáñez de la Compañía del Divino Maestro.

“De la Palabra y el Hombre en el Norte de Sabella” fue el tema del Discurso de Incorporación a la Academia Chilena de la Lengua de Hermana Elsa Abud C. D. M. Serena y armoniosa se alzó su voz desde su Antofagasta esa noche de octubre de 1990. Más de tres décadas de su vida, le ataban entonces a estas tierras. Cincuenta años ya le había dedicado a la creación literaria: poesía, teatro, libretos radiales, ensayos, crónica periodística, etc. Esa experiencia y conocimientos en tres o más lenguas, respaldaban su docencia.

Su Discurso fue y es un aporte que reconforta. La primera religiosa incorporada como Académica Correspondiente en Antofagasta por la Academia Chilena de la Lengua expuso, con su sencillez habitual, lo que estimaba su “responsabilidad” desde el punto de vista de las creaciones literarias, para con el Norte. En aquella oportunidad aceptaba como “exigencias connaturales a la responsabilidad” asumida:

“Ser, en la Academia, testigo y voz responsable de una tarea silenciosa -no siempre valorada, pero nunca detenida- de generaciones que, en el desierto, han vivido y hacen vivir esa experiencia única de transfigurar la soledad en hallazgo poético; de brindar a sus hermanos en la aridez, como a sus hermanos en el verdor de otras latitudes de nuestro país y de nuestro continente, no sólo el prodigioso centelleo del oleaje marino -“viejo Arlequín, caballo de Simbad”- sino el caudal secreto de las aguas que se dejan adivinar, cristalinas, en la ilusión de tantos fascinados por el silencio de la noche Pampa adentro: “A muchos metros bajo la costra dura del caliche, se oye cantar el agua en el desierto”- dicen los que saben.”(1)

Testigos, voceros responsables, entusiastas vitalizadores, conscientes promotores, también han requerido las literaturas, especialmente las regionales, para que sus rasgos esenciales logren la debida jerarquización y garanticen su singularidad.

Destacable es en esas palabras el carácter específicamente estético del planteamiento en la coparticipación de esa “experiencia única”-tanto del creador, como del lector- consistente en “transfigurar la soledad en hallazgo poético” para proyectarlo luego, literariamente hacia los demás. En ese punto, desde siempre y en cualquier entorno cultural, se dan la mano la acción de los creadores con la de los recreadores, es decir, lectores, estudiosos y críticos.

Sergio Peralta Peralta, Victoria Fuentes Córdova, Hna. Elsa cdm, Osvaldo Maya Cortés y Patricia Benett Ramírez. Esta foto es de 1995 y fue tomada en Antofagasta.


Para el momento en que se planteaban estas ideas, la Literatura Nortina vivía importantes cambios. Una nueva generación de creadores, en particular narradores, ya se perfilaba con una distinta actitud creativa dispuesta a variar los enfoques y temáticas habituales. Una nueva y más exigente valoración para el rol de autores literarios, etc. Pero lo que esa muy actual generación parecía olvidar (cosa que no sucedía con algunos ya de edad avanzada), quizás haciendo involuntario honor a eso de nada nuevo hay bajo el sol, era que su actitud resultaba análoga a la que dos décadas antes, Carlos Droguett consideraba “El terrible e incoloro presente de la literatura chilena escrita a espaldas de la realidad nacional”. ¿Qué fue lo dicho por Droguett allá por 1971?:

“Debiera darnos vergüenza […]

¿No es una vergüenza que la soberbia industria del salitre, con todas sus grandezas y todas sus miserias, especialmente con sus aterradoras injusticias, no haya interesado como tema a nuestros novelistas?

Hablo en totalidad […]

¿Y las periódicas matanzas de obreros en el norte, precisamente en el norte salitrero? Ya sólo sus nombres son estremecedoras novelas, San Gregorio, La Coruña, Escuela Santa María de Iquique. ¿Dónde estaban nuestros soñadores literarios cuando se planteaban y se cumplían implacablemente estos crímenes? Estos crímenes que históricamente se han seguido cometiendo y quedando impunes mientras no llegue esa inapelable justicia que es en definitiva el arte, el arte que ayuda a vivir, que también es de alguna manera lucha contra la miseria, la injusticia, la ferocidad.”(2)

Droguett, con amargura por esos días, sólo vislumbraba un problema cuya realidad se esfumó en un océano de lugares comunes. Luego, la historia nacional del siglo XX aportó una página absolutamente inimaginable para la más audaz de las imaginaciones.

Las figuras de la Literatura Nortina de esos días ya no estaban aquí. El patrimonio literario de un siglo en la diversidad de los géneros y sus expresiones, significó que muchos conciudadanos repararan en la naturaleza del auténtico hombre de letras. La motivación era por el literato, el creador que preserva y encauza su quehacer en el ámbito de su disciplina, básicamente lingüística, atento a los requerimientos teóricos y culturales, a su intencionalidad estética y consciente de la capacidad de tender su mirada trascendiendo algunas coordenadas. La fiel adhesión a estos principios, permite el reconocimiento de un estilo, garantiza la confiabilidad de sus innovaciones o proyecciones y también da efectividad a la primacía del efecto estético de las obras literarias. (Es privativo del autor el prurito de “gustar” a quien se aproxime a sus creaciones.)

Alrededor de esas fechas, quizás por el influjo de las técnicas de trabajo colectivo del best seller y por las facilidades que la tecnología de los medios de comunicación masiva, renovaba con celeridad nunca antes vista, la atención de los lectores también fue requerida por abundantes publicaciones de tecno literatura. El tecno literato ocupa una tierra de nadie, sin ser un utopiano domiciliado en la Amaurota de Tomás Moro. Una disciplina aledaña a la Literatura, topográficamente garantiza su origen. En su disciplina, algunos de estos profesionales se desenvuelven de modo eficiente. Sociología, antropología, historia, sólo como ejemplificación, u otras expresiones culturales en las que bien caben algunas casi iniciáticas o, en ocasiones, hasta de rango esotérico, le sirven para proyectarse hacia el mundo de las letras con atractivos planteamientos, al modo de la crónica, donde se advierte un inequívoco sedimento afín a la doctrina primaria de quien los formula y que, en tanto mixtura, gradualmente, se alejan de las coordenadas propias de la estética literaria.

Aquellos trabajos constituyeron una modalidad expositiva inserta en la globalización. Recurso de divulgación propio de la aldea global, tecnológicamente implementado para permanecer. Pero, nada impide pensar que el real conocimiento a la par que la esencia estética de la literatura, también suele entenderse de otra manera:

“--¡Por favor… píntame un cordero!” fue el primer parlamento del Principito al encontrarse con el aviador. Su insistencia significa que el adulto le ofrezca varios dibujos que son rechazados. El Principito no quería “un elefante en una serpiente”, ni “un cordero enfermo”, ni otro que, en verdad, era “un carnero”, ni tampoco el último, por “demasiado viejo”:

“Falto ya de paciencia—según el aviador--, garrapateé rápidamente este dibujo, se lo enseñé, y le agregué:

--Esta es la caja. El cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi joven juez se iluminó:

--¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesario mucha hierba para este cordero?

--¿Por qué?

--Porque en mi tierra es todo tan pequeño…

--Será suficiente; el corderito que te he dado es muy pequeño…

Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:

--¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido…

Y así fue como conocí al Principito.” (3).

Y así es como se conoce la Literatura. En esa simple percepción a través de la imaginación, ya admitida por los clásicos, verdadero acto de fe, está garantizada la supervivencia de la Literatura, cualesquiera que sean los medios de expresión, e incluso, la idea es válida en la dimensión de la literatura oral.

Las diferencias obvias existen. Sólo deben percibirse para enunciarse. Aquella otra -ahora ya no nueva mixtura- por su peculiar naturaleza induce a recordar la esencia ficticia del texto literario cuya efectividad depende del lenguaje en que se sustenta. Hace medio siglo, Bernard Pingaud refiriéndose a “la realidad de los textos literarios” alzaba su voz para admitir, con valor de ejemplo y específicamente, que:

“…ninguna novela es verdaderamente realista, en el sentido de que la novela no muestra las cosas: las representa. Vemos el mundo en un espejo, como en una pantalla de cine; pero, al leer, no lo vemos: lo imaginamos.” (4)

Cada novela, en la dimensión texto-lector, es una simple proposición para una interpretación posible del mundo en ella contenido:

“Lo que nos propone el novelista –prosigue Pingaud- no pertenece, pues, al orden de lo real, sino al orden de lo posible. Hay dos posibles: el que se realizará quizás y el que no se realizará nunca, lo posible de la acción y lo posible del ensueño, lo posible-posible y lo posible imposible. La novela se sitúa en la confluencia de ambos y los utiliza. De aquí, su ambigüedad fundamental: ser siempre y simultáneamente, invitación a actuar y a huir, lección y distracción, experiencia y utopía.” (5)

El orden de lo posible es el reino de la interpretación estético literaria y el admitirlo conlleva un interrogante que atraviesa toda la temporalidad de la Literatura Nortina, esto es, saber ¿cómo se ha visto la realidad de sus textos literarios?

Al tender la mirada hacia los orígenes de esta literatura, destaca por su evidencia, lo que se ha denominado “La novela histórica”. Las acciones bélicas de fines del siglo XIX en su avance hacia tierras nortinas, constituyen la base argumental de estos textos narrativos. Lo que fuera el aquí y el ahora de esas páginas, siempre se ha prestado a la controversia por el aliento patriótico que se hace presente en busca de la adhesión de los lectores. El hecho trasciende fronteras y es propio de las obras escritas en cualquier escenario. En la multiplicidad de ejemplos disponibles, basta uno. El teniente coronel Ramón Zavala del batallón “Tarapacá” y al mando de la octava división peruana, junto a las defensas del Morro ariqueño, en la novela Vienen los chilenos, escribió:

“Arica no se rinde, ni las banderas se despliegan para abandonar la plaza. Por el contrario, resistirá tenaz y vigorosamente y, cuando la naturaleza ceda, obedeciendo a leyes físicas, los invasores pondrán su planta en un suelo cubierto de cadáveres y regado por sangre peruana. Sus defensores prefieren la muerte a la deshonra, la gloria a una vida que les hubiera sido insoportable si no hubieran aprovechado del último resto de ella para escarmentar al enemigo y levantar más alto el pabellón nacional.” (6).

En la conciencia nacional la novela histórica de las tierras septentrionales, se ha desdibujado. El escaso número de obras efectivamente disponibles, así como el de sus lectores, sólo le permite una lánguida existencia que, a veces se insinúa en planteamientos de especialistas. Sin el aporte de la crítica, las recientes generaciones aletargan su curiosidad por aquellas circunstancias históricas y sus valores intrínsecos. El desinterés y las omisiones en el plano de la cultura literaria, son tales sólo por causas profundas.

Las dos décadas finales del siglo XIX son de esta novelística y una emergente lírica centrada en las faenas del mundo del salitre y donde debe citarse a Clodomiro Castro con Las pampas salitreras.

La novela histórica, en particular la de la línea folletinesca, cuenta con la extensa producción de Ramón Pacheco (1845 – 1888) en torno de la Guerra del Pacífico. Fue, según parece, la delicia de lectores en el tránsito de los siglos XIX y XX, así como a fines de este último acontecía con las narraciones del iquiqueño Jorge Inostrosa. Con estos autores, vuelve a la memoria el caso de Liborio Brieba, contemporáneo del primero mencionado, y el de otros con mayor o menor afinidad literaria que se relacionan con estas tierras donde, incluso, se editaban algunas de sus obras: Jorge Clifton, René Brickles Velasco, Anselmo Blanlot Holley, Pedro Pablo Figueroa Luna, Rafael Maluenda Labarca. De este último, a través de su novela tardía La cantinera de las trenzas rubias, es posible que algún lector ariqueño recuerde a “Eloísa Pope”, la bella cantinera del batallón “Curicó” que un 16 de octubre de 1880, desembarcara en sus playas para continuar luego al norte, escenario de la guerra de esos días (7).

La relación que suele establecerse entre “Autores – Libros – Aceptación” y que funciona a plenitud situada en los límites impuestos por “Época y Lectores”, se hizo presente ya en los albores de esta literatura. Este fenómeno cultural debe considerarse para entender una sociedad como la de esos días en tierras donde todo debía alzarse de la nada con individuos de las más diversas procedencias. Esa relación que siempre ha sido de absoluta interdependencia, a la postre lo que hace es realzar su extrema fragilidad. Las expresiones literarias de entonces eran pocas y pobres. El acontecer de la cultura literaria requiere, para su progreso, de la normal complementación de todos los factores mencionados.

La experiencia de algunos autores se muestra con valor de ejemplo en tan delicadas situaciones. Manuel Rojas, uno de ellos, en el recuento que hace de su vida para la edición de las Obras Completas (1961) hizo constar que su primer volumen de cuentos “Hombres del Sur (1926) demoró veinte años en agotarse y Tonada del transeúnte (1927) todavía (es decir casi a treinta y cinco años) no se ha agotado. Creo, concluía, que la edición fue de mil ejemplares” (8). Un mínimo de los factores de la aludida relación, no funcionó en este caso.

Si en lo literario interesa la realidad que comportan los textos, también interesa socialmente la suerte corrida por los libros como expresiones tangibles del quehacer literario.

Neftalí Fructuoso de la Fuente y Agrella, hoy “Neftalí Agrella”, poeta nortino, es recordado de tarde en tarde por algunas composiciones de su libro Poemas 1920-1925 y, las más de las veces, por uno de los cinco relatos de El alfarero indio (1930), precisamente por el que da título al libro. Sabella que lo conoció informó de la existencia de una docena de títulos que no llegaron a las prensas y que hoy resulta casi un misterio. (9). Pocos datos lo presentan como Neftalí Agrella de la Fuente, Secretario de Redacción de Ediciones Selectas “Ateneo” de Valparaíso. Por esos años, 1921 en particular, ofrecía entre las “Próximas Publicaciones de la Editorial Ateneo”, un texto de poesía: El segador encantado y, con el mismo carácter, tres volúmenes de traducciones: El umbral dorado de Sarojini Naidu, poetisa india, Antología de poetas chinos y Amanogawa (Hay-kais y tankas japonesas) (10). Lo que ofreció, sólo fue un ofrecimiento.

Agrella es, culturalmente, más de lo que se supone (11). Su nombre, a menudo, se vincula al de otros artistas. Alberto Moreno Méndez, por ejemplo, escribió una obra que tituló De los cuatro reinos; bastó “una ingeniosa observación de Pezoa Véliz” para que cambiara éste por el De las zonas vírgenes y así lo anticipaba para su próxima publicación en 1921. La muerte vino primero. El libro apareció con título De las tierras vírgenes. Poemas Completos de Alberto Moreno Méndez. Recopilados y Prologados por Neftalí Agrella y con una prosa inédita del poeta. (Editorial Nascimento. Santiago-Chile. 1926).

Otro caso similar es el acontecido con Alberto Mauret Caamaño. El confesionario bajo las estrellas. Sonetos y Poemas (Imprenta Skarnic. Antofagasta. 1920) acrecienta su renombre y marca un hito en las letras locales, pero, al mismo tiempo, relegó sus obras anteriores: Por el azul…(1917), En el regazo de Venus (1914), Por la vida…(1912), Héroes y patricios (1910), Notas críticas a las poesías del Sr. Leonardo Eliz (1903), Alma (1903); la situación también afectó a La sombra de psiquis (1926) e igual destino pudo tener su “sátira social” A la hora del café… que en algún momento ofreciera para su próxima publicación.

Los ejemplos pueden multiplicarse. Basta pensar en la diversidad de textos literarios casi desconocidos que dejara Manuel Durán Díaz. No olvidemos la variada obra cultural de la religiosa Hermana Elsa Abud Yáñez de la Compañía del Divino Maestro. Caso aparte constituye, no obstante todo lo hecho, el de don Antonio Rendic, con más de cincuenta títulos publicados.

¿Quién recuerda las hojas volanderas que Alejandro Escobar y Carvallo editaba y regalaba con sus poemas? ¿Los iquiqueños actuales recordarán este fragmento de su “Canto a Tarapacá” que circuló en Antofagasta en febrero de 1952?:

“[…] ¡Ciudad de Iquique, te dio la aurora

su leve bruma crepuscular;

su fresca brisa, de ola en ola,

te dan las ondas del verde mar!

Cuando ya fuiste la joven Reina

de la provincia y el litoral,

te dio la Pampa, con sus faenas…

el oro blanco del salitral.

Los extranjeros de ignotas tierras

abrieron puertos sobre tus playas,

cuando ya moza te dio la sierra

toda la plata de Huantajaya.

Rubios galanes y bellas damas

en esos tiempos de mister North,

hicieron pajes y cortesanas…

como la época del Rey Sol.

Fueron pampinos de “cota” y “lampa”…

que laboraron tu porvenir.

Cien calicheras en cada pampa,

desde Lagunas hasta Junín.” […]


El literato nortino frente a la realidad.

La literatura nortina es un continuo multifacético de evidente complejidad. Los especialistas editan poco y cierta crítica contingente, a falta de otras con mejores fundamentos, queda rondando en la conciencia de los lectores. Esa complejidad tiene punto de partida en un hecho que tiende a eludirse. De Copiapó al norte se encuentra una de las más recientes literaturas regionales del país, exceptuadas sus expresiones de etnoliteratura en los “Relatos Populares” de la tradición oral que pervive en las comunidades de la precordillera andina. Esta joven literatura se desarrolla al amparo de cánones y exigencias culturales que debieron adaptarse a la novísima realidad que ofrecían las tierras del norte y las personas que las poblaban a partir del cuarto final del siglo XIX.

Sin entrar en detalles (muchos suelen omitirse por ser de público conocimiento), es evidente que esta situación afecta a los Géneros literarios, a los Movimientos o Escuelas, a los Autores, a los Títulos e incluso a los Lectores. Las preferencias literarias varían de generación en generación: la precedente gustó de títulos y autores que, por cierto, ya son puestos en tela de juicio por los actuales lectores; así como se redescubren otros que han permanecido por allí, arrumbados.

Hay un nivel donde todo lector, por experiencia vital, sitúa la secuencia “Autor-Realidad-Obra literaria”. Esta secuencia ha sido siempre motivación para estudiosos que, atendidas variadas doctrinas, han intentado hacerla comprensible y de fácil manejo. En función de esta auténtica norma (por lo difícil de eludir), todos coinciden en que el primero -el “Autor”, en tanto hombre- está sujeto a la “Realidad”: de ella tomará ciertos elementos con virtual capacidad de constituirse en los formantes fundamentales de sus “Obras”. Como algo normal, simultáneo a esta vinculación, debe admitirse -por parte del “Autor”- el íntimo anhelo de “elevarse por encima de su propia realidad”; anhelo de dominarla para que mostrándola en su condición trascendente, sea el soporte vivificante para sus creaciones.

El “Autor” en la consecución de su “Obra”, realza su vinculación con la inagotable cantera que es la “Realidad” y, a la par, otorga efectividad a un hecho: su percepción de la “Realidad” valdrá como una “interpretación” atendida la sujeción del hombre a todos los condicionantes sociales, las convenciones, los prejuicios, las tradiciones valorativas, etc. (12). La “Realidad” en principio es para cada hombre, según sea cuanto perciba y la forma cómo lo haga.

Alfredo Wormald en uno de sus libros pone énfasis en las “curiosas facetas psicológicas” de los habitantes del Norte. Según relata, al llegar a los restos de la otrora famosa ciudad de Pisagua en compañía de algunos amigos:

“En la playa divisamos un hombre sentado en una roca. Era un hombre del pueblo, viejo, la mirada extendida por el mar.

-- Señor, le dije ¿de dónde podríamos sacar mariscos?

-- De ahí señor, del muelle 7.

Perplejos, nos miramos mis amigos y yo. En esa parte de la playa no había nada que se pareciera a un muelle ni a construcción alguna. Creímos que se trataba de un loco.

-- ¿Cuál es el muelle 7?

-- Ese. Y el viejo señaló un punto en el mar de donde emergía únicamente un fierro, todo lo que quedaba del muelle 7.

Pero es que el viejo no veía el fierro. Veía el muelle 7 con todo el ajetreo de los tiempos de grandeza. Veía los cargadores con sacos al hombro corriendo hacia los lanchones que rodeaban ese y los otros muelles. Sentía sus gritos, sus cantos, la ciudad estalllante de movimiento. Oía el tintinear de las monedas de oro en los bares, en los salones de té, en las tiendas. Contemplaba a Pisagua hirviendo de actividad, sembrando riqueza, derrochando vida.

Sentado en la roca, el viejo se negaba a ver, no podía ver otra cosa que esa lejanía hacia la cual regresó con la existencia y la de todos los que, vivos o muertos, llenaron el muelle 7.” (13)

Según las connotaciones de este episodio, empíricamente habrá tantas realidades y formas de la misma, como individuos perceptores que la asuman. Además, todo aquello que está en constante revelación, no excederá la condición de simples fragmentos ocasionales, pues el entorno en que cada individuo debe situarlos, generalmente es el sistema de pensamientos vigentes. La causa para explicarse la situación radicaría en que toda realidad es, si se inscribe en un contexto de significación total. (14).

Si cada realización artística ofrece a quien la percibe una posible interpretación del mundo, por analogía, cada concepción de la “Realidad”, condiciona y configura las creaciones propulsándolas hacia el magnífico afán de capturar “la esencia de las cosas”. Sin embargo tras esta pretensión por lograr una representación de la realidad en su valor efectivo, cabe admitir que el autor permanece entrañablemente enlazado a la realidad empírica de su época.

La realidad empírica es el seno primario respecto de la que aparecerá en la obra, no como una “deformación” de aquélla, puesto que esencialmente se trata de la configuración de una “nueva”, cuya vigencia depende del vínculo de significado que guarda con aquella de la cual procede.

En el acto creativo el autor frente a la realidad, proyecta sus percepciones que, no pudiendo gozar de un carácter absoluto y globalizante, se encauzan en la dimensión atinente al hombre y todo aquello que define sus naturales circunstancias. La creatividad se actualiza gracias a esos sutiles recursos que, estéticamente puestos en juego, se consagran de modo gradual y con la pertinencia requerida por cada caso, en la singularizada y atractiva resultante que es la obra literaria, pues

“El artista posee la capacidad para salir de la rutina, para percibir la realidad “directamente”, con el asombro del que ve, oye y percibe algo por primera vez, con el frescor sensual, con la firmeza inquebrantable del primer día de la creación. Si esta capacidad de admiración, de percepción, de espontaneidad, se ve reforzada por aplicación, energía y conciencia, si no se disfruta inconscientemente, sino que se concibe como una responsabilidad, de la persona artísticamente capacitada se convierte en artista, en “organizador de lo espontáneo”. Porque no ve la realidad como “se” la ve, porque está en condiciones de descubrir lo oculto, de ver lo invisible, de poder expresar lo no expresado…” (15).

La dimensión “Hombre - circunstancias”, complemento de lo dicho, se presenta limitado por “Autor” y “Obra literaria”, para dar cuenta  -hecho frecuente en estas creaciones- de aquella situación donde alguien hace “literatura” movido por el convencimiento de que lo suyo (“su experiencia, su caso”) es digno de quedar como “texto” (16); o bien, el de quienes, influidos por el conocimiento de obras con temáticas que atañen al Norte Grande, asumen el rol de “continuadores” netos de cuanto, constituyendo circunstancias de vida con un indudable mérito para su propia persona, le impulsa en el intento de creaciones, a veces bien intencionadas aunque poco eficaces.

La apropiación literaria de la “Realidad” nortina es un problema que resulta interesante de ahondar. Hombres y circunstancias debieran ser en este caso, y en última instancia, la “nortinidad”, sello peculiar del hombre de estas latitudes, o en la escueta referencia de espacialidad paisajística: litoral, desierto minero y precordillera. A veces tal situación no acontece en la literatura que aquí interesa. El Norte Grande también ha tentado a escritores foráneos (o transeúntes, como alguien los llamara) y es frecuente advertir cómo sus “visiones” se vuelven reflejos pálidos si no distorsionados e incluso convencionales llegando -caso extremo- a estéril remedo. Situación donde se repiten uno y todos estos rasgos, también se dan en creaciones de estos lares.

Frente a la dimensión “Hombre – circunstancias” del Norte Grande, literariamente se advierte -en un porcentaje nada despreciable- la carencia del adecuado perspectivismo capaz de consagrar la esencialidad efectiva de “la nortinidad”.

Este problema no es ajeno a otras disciplinas; de entre muchos casos, por ejemplo, el profesor Alejandro Venegas, con el pseudónimo “Dr. Julio Valdés Cange”, publicó Sinceridad. Chile íntimo en 1910. En este texto hay ideas formuladas desde un punto de vista sociológico, con amplia vigencia cronológica y que por su tenor, coinciden con nuestra exposición al poner énfasis en el escamoteo de la realidad; escamoteo hábilmente sustentado por unos pocos inescrupulosos y que se traducía en mil triquiñuelas para que en la pampa nortina, ocultando sus lacras, sólo pudiera captarse aquello que no fuera en detrimento de un sistema que funcionaba consagrando sus propias reglas:

“…como me sorprendieran los datos que me daba sobre la condición desfavorable en que se encuentran los obreros de las salitreras, le manifesté que pensaba hacer un viaje para ver las cosas por mis propios ojos, entonces él me dijo: A Ud. le va a pasar lo que a todos los caballeros que van allá: apenas sabe el administrador que van por “ver las cosas”, él mismo se les pone al lado, o les pone otro de los de ellos que les muestre “las cosas” y se las explique a su favor.” (17).

Valdés Cange movido por su altruismo: “He visto, enfatiza, dirigiéndose “A la juventud” chilena, hasta el fondo el cieno y la podredumbre de nuestra historia en los últimos treinta años” (18), pretende llegar hasta la raíz de los problemas del Norte. Sabe que las riquezas nortinas sólo son para el estado y los magnates. Acto seguido advierte que:

“Ya el pueblo trabajador se va convenciendo de que las riquezas que el fisco retira de las provincias del Norte, no las emplea ni en pequeña parte en hacerles más llevadera la vida en aquellas comarcas desoladas y hostiles al hombre; y que ni siquiera se preocupa el gobierno de defenderlo de la voracidad de sus explotadores, y antes por el contrario, cuando hay diferencias entre patrones y operarios, se pone de parte de aquellos…” (19).

Lamentablemente, el paso del tiempo y la acomodaticia fragilidad de ciertas memorias, han arrumado las ideas de este libro inspirado por la sinceridad y encaminado al servicio de quienes su autor juzgó “mis compatriotas” (20).

Situación más o menos parecida debió acontecer con algunas ideas que afloraron periódicamente a influjo de cierta conciencia social. Adolfo Miranda, Teniente Coronel de Ejército, Comandante de la III Brigada de Infantería, Delegado Especial del Gobierno en el Comité de Salitreros de Antofagasta, durante las sesiones del mes de marzo de 1921, proponía:

“Dar la debida organización a los pueblos de la Pampa, dotándolos de autoridades prestigiosas y debidamente rentadas; y estableciendo los servicios correctamente, de modo que los obreros encuentren justicia y su vida en ellos se vea ajustada al cumplimiento de las garantías y obligaciones que la Ley establece para todos los ciudadanos. (21).

Entre varias, por ahora, una conclusión resulta destacable: la compleja dimensión “Hombre – circunstancias” del Norte Grande, siempre estuvo sujeta a los tiempos y las costumbres que, en verdad, fueron otros tiempos y otras costumbres, pues si un obrero soltero necesitaba 10 a 12 metros cuadrados de simple edificación, una mula requería 9 a 16 metros cuadrados de corral habilitado con ramadas, comederos y bebederos (22). El posible error de cálculo que alguien pudiera imaginar no es tal y si un ajuste hubiera que hacer, como acontece en el documento aludido, éste no afectaría al animal, sino al hombre porque lo que consta, finalmente, es que “…un operario soltero necesita aproximadamente una superficie cubierta de 8 metros cuadrados…” (23).

La realidad de los textos literarios.

En el nivel ficticio -continuamos pensando, de preferencia, en novelas y cuentos- el lector encuentra una “realidad” de intenciones estéticas que merced a un “narrador” depara un “universo” sustentado en una determinada “cosmovisión”. Darle eficacia a este universo requiere, en principio, el concurso de personajes, acontecimientos y ambientes que, atendido el punto de vista creativo, respectivamente remitirá, en última instancia, a seres, modos de vida y paisajes.

En la narrativa del Norte Grande esta “realidad”, con todos sus formantes, incidirá en obras específicas, en la realidad contextual misma, e incluso, servirá como un modelo más o motivación para los autores (24). Esta situación (especie de flujo y reflujo) cabe considerarla como resultante de la condición primaria que presentan importantes sectores de la literatura. Trátase de su carácter retrospectivo. Muchos universos, en particular narrativos, se sustentan en un presente surgido de la actualización de un pretérito. Al retraer hechos acaecidos se quiere otorgar eficacia a un universo que, si existe, no puede ofrecer las características apetecidas por los creadores que, para el “montaje” de sus obras, se ven forzados a una tarea reconstructiva en la que concurre hasta la erudición.

Mucha de esta literatura está comprometida con un aquí y un ahora que vive en remembranzas. Sus raíces están esparcidas en la inmensidad del Norte Grande. Se extienden por sus cuatro costados. Algunos las ven aparecer con iridiscencias de efímeros espejismos pampinos. La expresión material, tangible y contemporánea de esas raíces, son las viejas, abandonadas y derruidas oficinas salitreras. Sabella ya habló de

“La Oficina que otrora ondeaba vida…

Aterradora Oficina abandonada, república del silencio, dominio de crueles dimensiones; allí, las Estaciones reinaban, como en sitial de copas rotas; allí, la muerte no hallaba cauces y podía mirarse en tanta quietud, lo mismo que en un espejo imponderable.

Era la Oficina abandonada un silencio lleno de astas: hería.“ (25).

Esas raíces están en los restos de solitarios poblados que se han quedado, en el mejor de los casos, a la orilla del océano para que las brisas marinas deambulen por sus callejuelas, ahora ajenas al vital ajetreo de los nortinos:

“Cada cierto tiempo, algunas oficinas salitreras iban terminando su actividad y la bahía se transformaba casi en desierto; hasta la ciudad, tan vivaracha y colorida como un tiovivo, comenzaba a marchitarse.

Había menos gente. Algunos comercios cerraban sus puertas y las sedas coruscantes de las mujeres de los fleteros cedieron el paso a géneros más burdos y monótonos.

Los rostros de esa misma gente, otrora seguros, adquirieron un aire humilde, casi patético. El pueblo comenzaba a morir.” (26).

Pisagua, como puerto, fue “Jardín de buques” o tras la peste “La Ciudad Maldita”, o “un campo de concentración” que, judicialmente, debía entenderse como “un campo de vigilancia, algo propio de nuestra América. Tal es su nombre técnico y el único verdadero.” (27). La imagen es diferente de la que motivara a Gilberto Wong, venido de Cantón, para permanecer en ella más de treinta años y ser un testigo privilegiado de su ruina:

“Los salones se quedaron vacíos con las puertas abiertas. Luego ellas estuvieron demás. Las arrancaron junto con los techos para venderla como material de demolición. Fue como un disparo y después todo calló. Las casas se pudrieron deshabitadas y en especial las orgullosas tiendas con estanterías de roble americano y cristales belgas. Comenzaron a entrar en ellas las ratas, anunciadoras de todos los naufragios en el océano o en el desierto. Él ya no hizo más pedidos a Londres, a Birmingham, a Bruselas, pero su almacén permaneció en pie mientras la luna, las ratas, el que quisiera --¿y quién iba a querer?— podía entrar en tiendas antaño más famosas que la suya y descubrir una collera solitaria para los puños y los altos de cartoncitos con nombres británicos bajo los cristales belgas.” (28).

El panorama que se vislumbra a partir de estas consideraciones, tiene fuerte arraigo en la mentalidad nortina. Es normal en este caso que a una imagen de cualquier lugar e incluso situación del mundo del salitre, se le superponga, gradualmente, otra u otras que van relegando al olvido a esa que, por estar en la base, motiva todo el proceso.

La monotonía natural del Gran Despoblado, casi de modo imperceptible, va permitiendo la captación de lo nuevo donde todo parece inalterable. En estos escenarios, las realizaciones del hombre también se han visto afectadas por este proceso, especialmente cuando la voluntad de cambio se alía con el poder. No muchos años atrás, remates y desmantelamientos de oficinas salitreras ordenados por sus dueños, las hicieron desaparecer como realizaciones materiales de un modo de vida. Pero, también hubo otro tipo de motivaciones para este trastrueque cuyas connotaciones fueron hábilmente captadas por la literatura:

“…mi llegada –prosiguió el mayor Silvestre Sánchez— es decisiva: con ella termina la primera época de Pisagua, la etapa de los ensayos, de la liberalidad mal comprendida y peor correspondida.[…] Se acabó la era de Pisagua como balneario. Ahora comienza Pisagua como campo de reforma política y moral, como laboratorio para hacer de ustedes, elementos sediciosos y demoledores, ciudadanos probos y tranquilos. Vengo aquí con instrucciones precisas del Presidente: poner fin a Pisagua como universidad de la revolución. Para eso me han enviado aquí.[…] Las autoridades militares anteriores no estuvieron a la altura de su tarea. Pusieron en primer término el corazón, la misericordia, que se transforma en debilidad y en indisciplina. No tengo empacho en declararles que yo vengo a poner en primer lugar el deber; en segundo lugar el sagrado deber, y en tercer lugar el recontra deber.” (29).

Interesante resulta la idea de Nicolás Ferraro cuando, en uno de sus cuentos, habla de ese Norte que “puede crecer, pero no cambiar, por fortuna.”; esos escenarios, por ser permanentes, se revelan como “diferentes”, aunque para cada nortino “…la ciudad lo rodea de todos modos con la comodidad de un traje antiguo. Y es la misma, la misma de otros años, hace mucho, mucho tiempo ya…” (30). Así se entiende que al regreso de todo nortino, se reavive una muy sutil especie de conciencia cíclica, más apta para ser vivenciada que para ser expresada:

“Le dan ganas de gritar a uno, gritar a pleno pulmón la alegría casi inerte de ser otra vez, por un momento, el mismo que fue en otros tiempos, el mismo que dejó de ser desde su partida y que comienza a ser nuevamente desde el regreso. Uno respira la ciudad, se repleta el alma con ella y aún desea más, más, más.

Uno pasea por el costado del correo, acaso, aproximándose al océano; a la vieja aduana, a los antiguos muelles; a las diminutas grúas de las compañías del cobre o del salitre; al muelle de los pescadores (ya desaparecido, porque el hombre mata a lo que ama). Uno camina entre redes y el olor a brea y a mar en calma y…” (31).

El trasfondo de esta compleja idea y sus múltiples proyecciones es captado con agudeza por Andrés Garáfulic y se hace patente al ofrecer su novela Carnalavaca con estas elocuentes palabras:

“…no tomes estas páginas como algo que es copia exacta, precisa, de la realidad chilena. No hay tal, ni tiene pretensiones de serlo. He debido quedarme en la superficie, para mal de mis pecados, confesándome incapaz de penetrarla en toda su compleja y desconsoladora profundidad. La realidad chilena, la de toda esta Sudlandia nuestra, desgraciada, es infinitamente compleja y desconsoladora. No cabe siquiera en el corazón, ya que no en la conciencia." (32)

El universo nortino ha sido definido a partir de una cosmovisión problemática realizada por hombres que, no sólo debieron esforzarse por ella, sino que simultáneamente, asumían la lucha por su propio enraizamiento. Verdadero atractivo, en su oportunidad, para creadores foráneos o transeúntes: Theodor Plievier, Felipe Aparicio Sarabia, Baldomero Lillo, Augusto D´Halmar, Víctor Domingo Silva, Pedro Prado, Eduardo Barrios, etc. e incluso para los que se ocuparon del tema de la Guerra del 79, etc. Los mismos considerandos son válidos para entender una cierta recurrencia de situaciones literarias que fueron expuestas gracias a simples reducciones o amplificaciones. Así se contribuye a crear la impresión de una literatura autolimitada en sus reiteraciones y, por lo tanto, poco diversificada en los formantes básicos de sus universos ficticios.

Consecuencia de cuanto se ha expuesto es la existencia de una nota intimista que se adiciona a la creación de mundo de esta literatura. En ella va implícito un halo nostálgico, a veces no exento de rasgos decadentistas. Planteadas así las cosas. Es evidente la correlación que se establece entre los formantes de esta “realidad” y los de aquella que concurren para definir “lo nortino”.

El sello realista de este tipo de literatura tiene fuertes raíces. Sin embargo esto no autoriza a cualquier lector para que imagine una acentuada incidencia en el tópico de Benito Pérez Galdós de “La Sociedad presente como materia novelable”. Si este fuera el caso, habría que concordar en que cierto porcentaje de estas creaciones no han caído en la cuenta del reparo fundamental que impuso el escritor aludido para este tipo de “realismo”, donde el todo que define la “imagen de la vida” -es decir, la novela misma-, sólo obtiene validez, “sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción.” (33).

Atender a esta esencialidad estética galdosiana es empresa donde han naufragado muchos hombres que han intentado una narrativa de tema nortino. El resultado es indefectiblemente el mismo: lo literario, estéticamente hablando, se ve avasallado por facetas de otras realidades de muy variada naturaleza que desvirtúan los mundo de ficción.

Pocos parecen ser los que han llegado al real centro de interés en estas materias. Sabella se mostró certero en su observación cuando, explicando el sentido último de Norte Grande aclara, de paso, la especialísima visión creativa que la sustenta. Su procedimiento, juzgada la época y el contexto literario en que se utilizó, resulta en extremo interesante y debió tener continuadores. Según Sabella, para que el escritor se posesione de la compleja realidad del Norte,

“La imaginación tiene que trabajar, caldeada y en delirio de poesía. La pampa es poética: los que la juzgan dura, no deben conocerla: ¿hay algo más poético que el espejismo, más mentira poética que el espejismo? Si no hubiese dejado suelto el animal de las imágenes no habría concordancia entre la generosidad del paisaje y su transcripción.” (34)

Entre esa tan especial “transcripción” de Sabella y aquel galdosiano “perfecto fiel de balanza”, hay más de una similitud. Siempre la “realidad” que depara el rol del “narrador” proyecta hacia esa otra “realidad” que, en un aquí y un ahora específicos, el “autor” apercibe en la dimensión concreta de “hombres y circunstancias” (35).

En busca de una explicación fácil de entender, una vez más, se ha llegado al punto crítico. El momento en que el texto, como universo de ficción, se revela semánticamente eficiente. El punto en que, según el difundido símil con el espejo, la realidad reflejada por el cristal ha de mostrarse impenetrable respecto de lo que, en el ámbito de la realidad empírica, ha permitido ese reflejo. De un lado queda la realidad, libremente aceptada, de la ficción literaria y del otro, la realidad real, hecho sólo posible gracias a la “distancia estética” que media entre ambas. Cada orden de cosas define así su peculiar naturaleza y, para la literatura, se privilegia la singularidad absoluta del medio de expresión, o sea, del lenguaje utilizado en su realización. La literatura es ficción estéticamente válida mediante el lenguaje.

Autores de obras narrativas con temáticas nortinas tienden a anular esta “distancia estética” por variadas razones. Acontece el hecho en pro de un verismo –a veces forzado y hasta mal entendido-- que permita visualizar, a través de los textos, el esplendor y miseria de un Norte, difícil de ver, inclusive para muchos que se han avecindado (o, ¿no sería mejor decir “insertado”?) en él por años. Sucede también, y mayor complejidad tiene el hecho, cuando un autor toma su propia estimación de la realidad nortina y la manipula a fin de transformarla en marco efectivo para “su caso” o, tal vez, peor, cuando le otorga condición ancilar respecto de una, a menudo, mal asimilada ideología.

Subyace en lo dicho si no una indebida aplicación de un procedimiento, una utilización que lo desvirtúa. Se pretende, quizás sin advertirlo, que la literatura, como producto, sea eficientemente todo aquello que en algún momento pudo nutrirla. Se olvida que es preciso no desvincularse de ideas como las de Ortega y Gasset, con vigencia que ha superado los tiempos. La novela, según postulaba,

“No puede ser más que novela, “no puede su interior trascender por sí mismo a nada exterior”, como el ensueño dejaría de serlo en el momento que desde él quisiéramos deslizar nuestro brazo a la dimensión de la vigilia, apresar un objeto real e introducirlo en la esfera mágica de lo que estamos soñando.” (36).

Si los creadores de literatura han de vulnerar la distancia estética, “componente básico respecto al lector”, y ésta es tarea que otorga peculiaridad a la literatura contemporánea, es necesario reparar en que con ello “la diferencia entre hecho real e imagen queda fundamentalmente cancelada”, paso importante para que las obras diversifiquen la naturaleza de sus enfoques a través del narrador; den cabida a nuevos recursos técnicos de estructuración de universos de ficción; privilegien su semanticismo y se verifique el tan ansiado y natural desarrollo de las formas literarias. (37).

Tras las ideas aquí sugeridas, al filo mismo de realidad e irrealidad en la literatura regional es necesario detenerse en estas palabras de José Saramago para reparar en lo que él designa como las “memorias ajenas”:

“A veces me pregunto si ciertos recuerdos son realmente míos, si no serán otra cosa que memorias ajenas de episodios de los que fui actor inconsciente y de los que más tarde tuve conocimiento porque me los narraron personas que sí estuvieron presentes, si es que no hablaban, también ellas, por haberlos oído contar a otras personas.” (38)

La actividad literaria nortina es una empresa donde algunos autores luchan para consagrarse con ciertas temáticas y se esfuerzan por hallarlas sin percatarse, a menudo, que en lo concerniente a esta acción -hallar-, la literatura del Norte aún es un algo menos que inventar y un mucho más que descubrir.

Esta vía, es lógico imaginarlo así, daría acceso a una cierta originalidad entendida como la instauración de una imagen eficiente de la realidad que, sin verse obligada a ser mera copia de un modelo, sea la neta resultante de la capacidad de los narradores para dar forma y organización a los productos originales que se suscitan en su imaginación.


NOTAS.

(1) Hermana Elsa Abud Yáñez C. D. M. Incorporación a la Academia Chilena de la Lengua. Octubre. 1990. Ediciones Universitarias. Universidad Católica del Norte. Antofagasta. 1990. P. 27.

(2) Carlos Droguett: “La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional”, en Mensaje. Chile 1951-1971. Realidad y perspectivas. Vol. XX. Septiembre-Octubre 1971. N° 202 y 203. P. 480 s.

(3) Antoine de Saint-Exupéry. El Principito. Editorial Andrés Bello. Santiago. 1986. P. 19.

(4) Bernard Pingaud: “Novela y Realidad”, en Juan Goytisolo: Problemas de la novela. Editorial Seix Barral, S. A. Barcelona. 1959. P. 119.

(5) Ibídem.

(6) Guillermo Thorndike: Vienen los chilenos. Editorial Universo, S. A. Lima-Perú. 1978. P. 403.

(7) Vid. Rafael Maluenda: La cantinera de las trenzas rubias. Novela. Editorial Nascimento. Santiago. 1925. Pp. 23, 27 y 39-40. Para Raúl Silva Castro (Panorama literario de Chile. Editorial Universitaria, S. A. Santiago. 1961. P. 257), “La cantinera de las trenzas rubias es una de las mejores novelas que debemos a la fértil pluma de Maluenda.”

(8) Manuel Rojas: Obras Completas. Empresa Editora Zig-Zag, S. A. Santiago. 1961. P. 15.

(9) Vid. Jorge Peralta H.: “Neftalí Agrella. Retrospectiva. Primera Aproximación”. Cuadernos de Filología. 14. Universidad de Antofagasta. 1980-1981. P. 24-56.

(10)Vid. María Antonieta Le-Quesne: Recodo azul. Ediciones Selectas “Ateneo”. Valparaíso. 1921.

(11)Vid. Andrés Sabella: “El poeta de Mejillones”. El Mercurio de Antofagasta. Domingo 11 de septiembre de 1966. P. 3.

(12) Dice E. Fischer hablando de “La jerarquía de la realidad”: “El arte no es simplemente reflejo de la realidad sino que toma partido por algo o contra algo. El espejo del arte no es inerte ni inanimado. (…) No existe arte sin una participación apasionada en la realidad que se quiere representar. (…) lo que caracteriza la relación artística con el mundo no es un reflejo pasivo sino más bien una intervención activa del objeto que se debe representar, un acto de fusión, de transformación, de identificación.

En toda representación artística rara vez se evoca una realidad inmediata; más bien se representa un acuerdo, una realidad recordada. En el ser del artista mora una contradicción: es atraído apasionadamente por la realidad y al mismo tiempo es él quien traspone la experiencia en recuerdo, de modo que la experiencia vivida por él es una especie de recuerdo futuro. El instante resulta revasado en su concepción del tiempo, se transforma inmediatamente en pasado para servir de materia al futuro.” Ernst Fischer: “El problema de lo real en el arte moderno”, en George Lukacs, Theodor W. Adorno y otros: Realismo: ¿Mito, doctrina o tendencia histórica? Editorial Tiempo Contemporáneo. Buenos Aires. 1969. P. 98-100.

(13) Alfredo Wormald Cruz: Frontera Norte. Editorial del Pacífico, S. A. Santiago. s/a. P. 110 s.

(14) Luis Cencillo: Mito. Semántica y Realidad. B. A. C. Madrid.1970. P. 13.

(15) Ernst Fischer: El artista y su época. Editorial Fundamentos. Madrid. 1972. P. 13.

(16) La situación retrae a la memoria cierta novelística española de los primeros años de la postguerra civil. José M. Martínez refiriéndose a “Los difíciles y oscuros años 40”, destaca la proliferación de obras cuya condición novelística se ve comprometida por la del reportaje o la confesión. Estos libros son, normalmente, de aficionados u ocasionales escritores “que se sienten en la obligación de rellenar unas cuartillas y sacar un libro, su libro con su caso.” Pero la reacción no se hace esperar “y el no me cuente Ud. su caso es frase que se populariza frente a quienes todavía parecen dispuestos a asombrar y a edificar con sus pasadas peripecias…” Vid. José M. Martínez Cachero: “Introducción a la novela española de posguerra”, en Boletín de la Asociación Europea de Profesores de Español. Año IV. Núm. 6. Madrid. Marzo, 1972. P. 39 ss., e Historia de la novela española entre 1936 y 1975. Editorial Castalia. Madrid. 1979. P. 46 ss.

(17) Julio Valdés C.: Sinceridad. Chile íntimo en 1910. Imprenta Universitaria. Santiago. 1910. P. 222.

(18) Ibídem. P. XIII.

(19) Ibídem. P. 200 y 201.

(20) Julio Valdés Cange: Sinceridad… P. XI. Vid. “Alejandro Venegas (Dr. Valdés Cange)”. Introducción de Armando Donoso, en Dr. Valdés Cange: Por propias y extrañas tierras. Imprenta Universitaria. Santiago. 1922. P. 7 a 42.

(21) R. Torreblanca M.: Por las tierras del oro blanco. Editorial Iris. Santiago. 1928. P. 83.

(22) Vid. Nicolás Ugalde: Salitre. Contribución al estudio de su industria. 1908 – 1916. Soc. Imprenta Litografía “Barcelona”. Santiago-Valparaíso. 1917. P. 50.

(23) Ibídem. P. 125.

(24) Según los antecedentes expuestos, resulta fácil concordar con el notable juicio de A. Prieto al sostener que: “La novela (cuando se ha manifestado en producto literario) quedará de este modo fijada ineludiblemente a una cronología histórico-social, pertenecerá irremediablemente a su época, de la cual será exponente, aunque como una de sus características tendrá una cierta ansia de futuro en un intento de salvar el momento en que se escribe…” Antonio Prieto: Morfología de la novela. Editorial Planeta. Barcelona. 1975. P. 18.

(25) Andrés Sabella: Norte Grande. Editorial Orbe. Santiago. 1966. P. 143.

(26) Carlos León: Todavía. Edeval. Valparaíso. 1981. P. 93.

(27) Volodia Teitelboim: La semilla en la arena. Empresa Editora Austral. Santiago. 1957. P. 18.

(28) Ibídem. P. 156.

(29) Volodia Teitelboim: Pisagua La semilla en la arena. I Empresa Editora Nacional Quimantú Limitada. Santiago. 1972. P. 165-166.

(30) Nicolás Ferraro: Tomás Godoy, El Empampado, y otras historias del Salar Grande. Editorial Nascimento. Santiago. 1979. P. 102.

(31) Ibídem: P. 104.

(32) Andrés Garafulic: Carnalavaca. Editorial Nascimento. Santiago. 1932. P. VIII.

(33) Benito Pérez Galdós: “La sociedad presente como materia novelable”, en G. Gullón y A. Gullón: Teoría de la novela. Ediciones Taurus. Madrid. 1974. P. 21.

(34) Lautaro Yankas: “Norte Grande, de Andrés Sabella”, en Atenea. Año XXXIX. Tomo CXLVI. N° 396. Abril-junio de 1962. Universidad de Concepción. Chile. P. 218.

(35) “Obviamente, no será siempre fácil decidir hasta qué punto y en qué medida es posible encontrar una relación directa entre la organización de la obra de arte y la presencia de estructuras extraestéticas, incluso porque con mucha frecuencia el artista se sitúa voluntaria y deliberadamente en oposición a las fundamentales directivas –o mejor direccionalidades—de la época en que le toca vivir, y a menudo tiende a prever hechos y actitudes futuras. Y sin embargo, incluso queriendo tener en cuenta esto, a nadie escapa que, incluso del más revolucionario y heterodoxo no puede dejar de integrarse a las visiones-del-mundo propias de la época a la que pertenece.” Gillo Dorfles: Naturaleza y Artificio. Editorial Lumen. Barcelona. 1972. P. 247 s.

(36) José Ortega y Gasset: Obras Completas. Tomo III. Ideas sobre la novela. Ediciones Revista de Occidente. Madrid. 1947. P. 412.

(37) Cfr. Theodor W. Adorno: “Forma y contenido de la novela contemporánea”, en Christopher Caudwell, David Graig y otros: Dialéctica y Literatura: Ensayos de crítica inglesa y alemana. Akal Editor. Madrid. 1978. P. 7-13.

(38) José Saramago: Las pequeñas memorias. Alfaguara, S. A. de Ediciones. Buenos Aires. 2007. P. 75.

Osvaldo Maya Cortés

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